Reencarnación



Debo confesarlo: yo creo en la reencarnación. Quienes me conocen bien –y a mi mente de ingeniero- dirán que he enloquecido una vez más. Y una vez más, no trataré de defenderme de tal afirmación. Pero quizás algunos debieran replantearse lo que creen. O al menos aceptar que dado que no podemos saber todo, nuestro conocimiento será siempre parcial y por lo tanto la verdad absoluta estará siempre fuera de nuestro alcance.

La noción de que en nuestro cuerpo material vive una esencia espiritual inmaterial está universalmente difundida. Desde los tiempos más remotos nos llegan textos que hablan de la diferencia entre el cuerpo, el alma inmaterial, y en muchos casos también del espíritu como una tercera entidad inmaterial.
Como ejemplo común y conocido por la mayoría occidental podemos tomar la Biblia. En los textos bíblicos hebreos encontramos numerosas referencias al alma como “nephesh”, traducida en general como “ser viviente”. A diferencia del cuerpo (“basar”) el alma habita en éste y le otorga las facultades de acción, emoción, pensamiento, que lo definen como individuo. El espíritu (“ruaj”) es interpretado en general como un “aliento de vida” atribuido a la divinidad que hace posible que el alma viva en un cuerpo.
Estos tres conceptos que a simple vista y por separado parecen simples, combinados toman una dimensión tan compleja que han generado infinidad de creencias, filosofías, teologías y debates que superan lo imaginable para el común de la gente.
A efectos de tratar de asemejarlo a algo más tangible para hacerlo entendible –si esto es posible- mi mente de ingeniero utilizaría el ejemplo de una computadora moderna. El hardware compuesto por los circuitos, plaquetas y componentes electrónicos sería el equivalente al cuerpo. Por sí solo es absolutamente inútil porque no funciona a menos que lo dotemos de un alma. Esta estaría formada por el sistema operativo y programas que le permiten realizar acciones como calcular, dibujar, jugar, comunicarse, tocar música, y otras maravillas a las que estamos acostumbrados. Pero esto tampoco es suficiente. Necesitamos de un “aliento de vida” externo provisto por la divinidad que haga que todo realmente funcione a la perfección: la energía eléctrica.

Así, han existido diversas culturas que a lo largo de los milenios de la humanidad han dado forma a sus creencias sobre la vida y la muerte, de dónde venimos, hacia dónde vamos, quiénes somos en realidad y de qué estamos hechos. Y si toda la angustia humana pudiera sintetizarse en una sola pregunta, quizás ésta sería: ¿Qué sucede cuando morimos? Nadie ha podido responderla en forma contundente e indiscutible. Lo que sí sabemos es que al menos nuestra esencia espiritual vive una vida con nuestro cuerpo en la Tierra por los años que nos toquen en suerte. Algunos creen en una existencia posterior en otra dimensión, cielo, paraíso, infierno, o algún otro lugar que el hombre ha sido capaz de imaginar. Otros no. Y algunos otros creemos que volvemos a vivir en otro cuerpo.
Sin embargo, la creencia de que esa esencia espiritual vive no una, sino varias veces en distintos cuerpos materiales en la Tierra, está vinculada mayormente a las culturas orientales, y es lo que se ha dado en llamar “reencarnación”.
Usualmente la reencarnación está asociada también al concepto de “karma”, el cual establece que cada alma pagará por su comportamiento bueno o malo de su vida anterior en su próxima reencarnación, ya sea reencarnando en un ser superior o inferior, evolucionando eventualmente hasta llegar a un estado espiritual puro donde ya no sean necesarias más reencarnaciones.
Es quizás el concepto más elaborado de todos los que se conocen. No es fácil aceptarlo racionalmente, pero es muy tentador creer en él por lo sofisticado, por lo poético, por su concepto de evolución, y sobre todo porque calma la angustia básica y primitiva que todos llevamos dentro.

A lo largo de nuestra vida nuestros cuerpos cambian. Según pasan los años crecemos en estatura, en grosor, en peso y también en aspecto. Nos miramos al espejo todos los días y quizás no nos damos cuenta, hasta que un día notamos que nos está creciendo la barba, o que nos parecemos a una foto de nuestro padre, o que ya nos salió una cana, o que ya ni canas tenemos. Es un hecho conocido que los tejidos corporales sufren de una renovación constante. Las células se dividen en dos nuevas células que a su vez vuelven a dividirse, una y otra vez. Sin embargo, en 2005, Jonás Frisen, un biólogo sueco que trabaja con células madre en el instituto Karolinska de Estocolmo, ideó e implementó un método para calcular la edad de las células humanas. El objetivo era saber hasta cuándo se renovaban y cuánto vivían las células más viejas. El resultado fue que a tal punto llega esta renovación, que para sorpresa de muchos, Frisen pudo demostrar que la edad promedio de la totalidad de las células de un ser humano adulto puede estimarse en apenas 10 años. Mediante métodos muy sofisticados que miden el enriquecimiento de carbono 14 del ADN, se puede determinar la edad de las células de los tejidos. De esta forma se ha podido confirmar que por ejemplo las células de la piel se reciclan por completo aproximadamente cada dos semanas, los glóbulos rojos viven unos cuatro meses y las células epiteliales del aparato digestivo alcanzan a vivir un máximo de cinco días. Como contrapartida las células de algunos músculos llegan a durar unos quince años, y los huesos se renuevan lenta pero constantemente. Se estima que en un adulto todos los huesos del esqueleto humano son reemplazados aproximadamente cada diez años, con equipos conformados por células de disolución y de reconstrucción combinándose para remodelarlo.

Todos sabemos positivamente que nuestro cuerpo cambia con el tiempo, pero bajo esta nueva luz científica, estaríamos en condiciones de aseverar que hacemos uso de varios cuerpos totalmente diferentes a lo largo de nuestra vida. Desechamos uno gradualmente y generamos otro. Parecido quizás en aspecto, pero otro cuerpo al fin. Sus células ya no son las mismas. El cuerpo que tengo hoy no es el mismo que hace 20 años, es simple y llanamente otro. No estoy más gordo que cuando iba al colegio secundario, el problema es que me cambiaron el cuerpo por este otro que viene con rollitos en la panza y tiene más lunares en la espalda.

Pero hay una inquietante excepción a esta renovación celular. Algunos tipos de células perduran prácticamente sin casi renovarse desde el nacimiento y nos acompañan hasta la muerte. Estas son las neuronas de la corteza cerebral y las células musculares del corazón.
Decimos que pensamos con nuestro cerebro, pero que sentimos con nuestro corazón… Nuestros pensamientos y nuestros sentimientos son lo que le dan acción, movimiento, vida a nuestro cuerpo. Son el sistema operativo y los programas que nos permiten calcular, dibujar, jugar, comunicarnos, tocar música y otras maravillas a las que estamos acostumbrados. Y si el resto de nuestro cuerpo no es el mismo ¿No es acaso lo único que no cambia lo que nos define como personas, como seres individuales y únicos? ¿No es esto el alma acaso? ¿Tan simple como que en nuestro cerebro y en nuestro corazón habita lo que nos define como ser viviente y por eso es lo único que no desechamos? ¿Es esta el “nephesh”, el alma que habita en nuestro cuerpo cambiante?

Y así nuestra alma vive una vida en distintos cuerpos en la Tierra, y dependiendo del trato que le demos a cada uno de esos cuerpos, será el karma que deberemos pagar en el próximo. Si abusamos de alguno de ellos, no esperaremos demasiado del próximo. Si lo cuidamos, quizás tengamos varios cuerpos más. Y vamos aprendiendo con los años, con la experiencia, con nuestros aciertos y errores, reencarnando en un ser mejor o peor, hasta alcanzar el momento en que ya no es necesario reencarnar más…

Y sí, yo creo en la reencarnación.