Los rescatistas

Hace rato que estamos aquí encerrados sin hacer nada. Son más de las tres de la mañana, y a pesar de que mañana es sábado, no es justo estar perdiendo el tiempo en un lugar ridículo como este. Aunque para ser absolutamente honesto, no estoy muy preocupado y los muchachos tampoco. Marcelo se ríe y toma fotografías para conservar el recuerdo. Andrés festeja la ocurrencia de su amigo al mismo tiempo que investiga en qué piso estamos (aparentemente medio ascensor por encima del nivel del suelo). Cany no para de reírse, me mira y nos reímos juntos. Ambos nos sorprendemos por el surrealismo espontáneo en el que nos estamos viendo envueltos y del infinito número de eventos precisamente estructurados que tuvieron que sucederse para que estemos todos juntos en este lugar, este día, a esta hora y en esta absurda circunstancia. Ya es demasiada casualidad que mis amigos coincidieran en el mismo vuelo de mi sobrino Cany siendo que los motivos de sus viajes son diametralmente diferentes. Sólo basta mencionar que Cany vive en Buenos Aires, y mis amigos no. Repito, no estamos preocupados, por alguna razón sabemos que esto es manejable. Hasta va a ser una anécdota por siempre. Y nos vamos a reír todas las veces que la recordemos.


Después de haber llamado a los gritos al cajero del estacionamiento por la abertura de la puerta, el hombre al fin nos escucha, y se comunica con personal del aeropuerto. Hace calor aquí, no funciona la ventilación del ascensor y la pequeña abertura que hay entre las puertas apenas si deja pasar el aire. Se va a poner pesado si esto se demora. Pensar que se bajaron los tres de un avión que llegó en menos de dos horas desde San Juan, y quizás pasen más tiempo encerrados en esta caja metálica. Aunque no creo que sea para tanto. Marcelo bromea que habría sido más rápido venir en autobús. Todos nos reímos nerviosos.


Ya hay un gentío afuera pero no pasa nada concreto. Andrés está agachado haciendo fuerza con sus dos manos para agrandar la abertura central de las puertas y mientras espía la situación exterior nos describe cada integrante del equipo de rescatistas. Se aleja y sigue bromeando con Marcelo. A esta altura ya han hecho cómplice a Cany con sus ocurrencias. Yo decido pegar la oreja a la puerta y tratar de escuchar qué están planeando afuera. Hablan poco, frases sueltas, claramente nadie está coordinando, o al menos nadie tiene voz de mando.


Reflexiono sobre la situación y sobre las reacciones de la gente a eventos desafortunados de este tipo. De pronto llaman mi atención “los rescatistas”. Tremenda responsabilidad les toca a quienes les corresponde sacar del problema a otros. ¿Les corresponde? Rescatistas, directores, padres, políticos, policías, gobernantes, bomberos, psicólogos, andinistas, médicos, santos de estampitas. ¿Realmente la responsabilidad es de ellos? Algo no me cierra del todo... (igual me quejo de los gobernantes...)


Alguien menciona algo de un interruptor. Instantáneamente vuelvo a prestar atención. Una voz comenta que “yo se que le meten un alambre por ahí” y más cerca alguien le responde que “sí, tal cual, eso es lo que vamos a tratar de hacer”. En ese preciso instante me doy cuenta que la situación es bastante más seria de lo que parecía. Estamos en manos de nadie. Ahora me cuestiono quién y cuándo nos va a sacar de aquí. A medida que lo pienso me doy cuenta que estábamos esperando a quien se supone que está en posición de solucionar el problema y ya habíamos tomado la posición de afectados. Estábamos simplemente esperando. Es una posición que me disgusta, pero casi por convención la estaba aceptando. El problema ahora es que si no hacemos algo es probable que nos tengamos que quedar a vivir en un ascensor.
Uno de los del equipo de los “rescatistas” está insistiendo con algo metálico y se escucha que golpea en la parte de abajo de las puertas. Andrés insiste en tratar de separar las puertas y logra una pequeña abertura que deja ver unos alambres tensados horizontalmente. Un alambre doblado tanteando desde abajo se mueve en forma desordenada. Es la sofisticada herramienta de los "rescatistas"... Marcelo me ofrece su celular con linterna, lo acepto, no sin antes festejar lo práctico de la herramienta y lo oportuno de su utilidad. Ya nos estamos entusiasmando. Ilumino toda la zona que queda a la vista y alcanzo a ver unos cables, luego roldanas que sostienen unos alambres tensados y unos elementos plásticos semejantes a contactos o relays. Le pregunto al “rescatista” qué es lo que está intentando hacer con el gancho. No me contesta y siguen hablando bajo entre ellos. Andrés insiste. Nada, no contestan. Ambos insistimos. Por fin contesta que “quiero engancharlo arriba”. Andrés le pregunta que si se refiere a los alambres tensados horizontalmente. Su respuesta es incomprensible.
Mientras tanto, yo con los dedos estoy tanteando el objeto plástico en busca de algún elemento móvil. Creo que hay algo que se mueve, no se qué es... pero acabo de aflojar la puerta interna del ascensor. Se abre gloriosamente de par en par. Intenta cerrarse nuevamente pero rápidamente la bloqueamos Andrés y yo con un pie de cada lado. Andrés ahora insiste con el “rescatista” explicándole que tenemos todo el mecanismo a la vista y que con el "gancho" podríamos actuar sobre donde él lo indique. Pareciera como que o bien no nos escuchan o no quieren responder. O ambas cosas. En realidad creo que tienen miedo de la responsabilidad que les ha tocado y no tienen ni la más remota idea de qué hacer. Pero están en la posición de quien se supone tiene que solucionarlo, y al menos la han asumido honestamente. Lamentablemente no saben cómo hacerlo y quizás repiten algo que vieron en alguna oportunidad de alguien que sabía... o quizás sólo tuvo suerte... no quiero ni pensarlo.
Andrés se molesta, le pide el gancho de alambre y acto seguido lo toma. No se si realmente  la persona se lo dio o si Andrés se lo quitó, pero ya es nuestro trofeo y estamos tratando de enganchar el alambre horizontal con la sofisticada herramienta. Andrés lo logra, pero no tiene efecto alguno sobre la puerta. Es claramente la correa del mecanismo y no tiene objeto engancharla. Le pido el gancho e intento accionar lo que creo que es un switch. Después de varios intentos la puerta exterior por fin se abre completamente. Si bien estamos bastante alto con respecto al suelo no hay mayores problemas en saltar. Primero las mochilas y luego uno por uno. Soy el último y le insisto a uno de los “rescatistas” que sostenga firmemente la puerta para evitar que se cierre mientras salgo. Me dice que sí, pero claramente no está haciendo ninguna fuerza con sus manos. ¿Me está tomando el pelo o no entiende lo que le digo? No confío en lo más mínimo y salto con velocidad para evitar ser atrapado por la puerta. Estamos por fin todos fuera del ascensor.


Nos vamos rápidamente hacia el estacionamiento. Un “rescatista” nos sigue y sube junto a nosotros al otro ascensor. Todos festejan el chiste obvio de que ahora nos quedaremos atascados en este otro. Bajamos del ascensor y el “rescatista” nos sigue. ¿Qué le pasa a este hombre? ¡Qué pesado, queremos irnos de una vez! Insiste en hablar con alguno de nosotros. Pareciera estar preocupado sobre nuestra reacción al incidente. Le digo que ya pasó y que estamos apurados. Más de cuarenta y cinco minutos en un ascensor hacen que su preocupación se nos antoje irrelevante. Cany, Andrés y yo nos adelantamos. El hombre insiste, supongo que porque le preocupa una eventual queja o demanda. Pensándolo bien ¡hasta tenemos fotos! Por hartazgo, Marcelo le da su nombre y teléfono, el hombre se calma y por fin nos vamos. Lo llevamos primero a Cany a su casa y luego Andrés y Marcelo vienen a mi casa. Al fin y al cabo vinieron para ir al concierto de Peter Gabriel (estamos seguros que va a ser un concierto inolvidable) y esta anécdota será parte del folklore de las reuniones de amigos en el futuro.


Llegamos a casa, es tarde pero la charla está animada y el whisky la torna más interesante aún. Y me pregunto si en nuestra locura diaria no estaremos todos atascados en un ascensor... No, no... es una metáfora muy obvia. Me estoy quedando sin hielo y apenas si he tomado un par de vasos... ¿Será entonces que una desafortunada combinación muy bien estructurada y cronológica de eventos nos precede para encerrarnos en el momento presente? No se bien qué estoy pensando, pero me gusta cómo suena... En realidad no hay que preocuparse mucho, porque al fin y al cabo ahí afuera están los “rescatistas”...















Park Avenue 508



Intentar escribir algo objetivo sobre Park Avenue 508 pudiera llegar a ser un acto fútil, casi torpe. No hay nada para agregar a las casi medio millón de entradas que surgen de una simple búsqueda en Google a Marzo de 2009. Ante este desalentador panorama es que -por no poder ser objetivo- me veo en la necesidad de intentar subjetivamente transmitir la experiencia de haber estado en el lugar.

Dado que a esta altura el lector desprevenido pudiera estar totalmente desorientado, diré a modo de introducción que existió en los Estados Unidos a principios del siglo XX un individuo de raza negra llamado Robert Johnson, quien es reconocido en forma prácticamente unánime como el “padre del blues” y el “abuelo del rock and roll”. Eximio guitarrista de una virtud extraordinaria, Johnson vivió una corta pero agitada vida de apenas 27 años y falleció en agosto de 1938 en extrañas circunstancias, probablemente envenenado por el celoso marido de una de sus amantes de turno. Fue apenas un año antes de su muerte que grabó sus últimas 13 canciones de un total de 29 -hoy viejos clásicos- en un estudio de grabación precisamente ubicado en Park Avenue 508, Dallas, Texas.
La historia no tendría absolutamente nada de extraordinario si no fuera por el hecho de que hasta hoy persiste el mito de que Johnson vendió su alma al diablo una medianoche en un solitario cruce de caminos, a cambio de una virtud sobrenatural para ejecutar su instrumento. El mito cuenta que luego de desaparecer durante un corto período de tiempo, pasó de ser un intérprete mediocre a uno de los más venerados guitarristas de todos los tiempos. Reconocidos músicos de blues como Eric Clapton –entre otros- aún debaten sobre si es humanamente posible ejecutar aquellas simples canciones con una sola guitarra. Robert Johnson, quizás entusiasmado con su rápida y creciente fama, no sólo se encargó de incentivar el mito en su época, sino que además dejó en varias de sus letras frases sugestivas y a veces directas -como en "Crossroads"- sobre la existencia del tan mentado pacto. Hasta aquí, no hay más que un breve resumen de hechos "objetivos", si es que esto es posible tratándose de Johnson y de semejante historia.

Corría Mayo de 2008, cuando por causa de uno de mis usuales viajes de trabajo tuve la oportunidad de encontrarme en Dallas, con un fin de semana libre por delante. A pesar de las reiteradas recomendaciones de los locales de visitar Dealey Plaza -lugar del asesinato del presidente Kennedy- decidí que mi primer e innegociable objetivo seria visitar Park Avenue 508. Algo me decía que tenía que estar ahí y que por alguna razón sería un momento que jamás olvidaría.
Llegamos en un automóvil alquilado a la zona donde se encuentra el edificio, la cual está situada virtualmente en el medio de Dallas en una zona edilicia y de gran actividad. Sin embargo, noté que misteriosamente no había tráfico alguno en esa cuadra y que es la única construcción que de alguna manera sobresale. Una docena de personas de color estaban acostadas en el suelo hacia la esquina del lado opuesto de la calle, mientras un muchacho también de color caminaba desinteresadamente de una esquina a otra, para luego volver sobre sus pasos por la misma vereda del edificio. El fuerte olor a orín se hizo notar rápidamente en el ambiente, aunque con un poco de voluntad podía tolerarse. De las tres personas que me acompañaban, sólo mi buen amigo Juan Manuel no tuvo problemas en bajarse del auto y caminar conmigo hasta el lugar. Claro, son conocidas sus andanzas por zonas peligrosas de Jamaica además de su frase “¿Quién dijo miedo?” qué él humildemente atribuye a un conocido. Las otras dos personas –de quienes voy a proteger su identidad- prefirieron quedarse en el auto con las puertas cerradas y prestas para salir a gran velocidad si la situación así lo requería.
Lentamente comenzamos a caminar hacia el edificio en cuestión, pero con paso firme, tratando de darnos ánimo. A medida que avanzábamos me di cuenta que el lugar sencillamente no pertenece a nuestro tiempo. El edificio está tal cual aparece en las fotografías de época, y no es sólo su aspecto, se siente una sensación extraña, muy difícil de describir en palabras. Por alguna razón mientras nos acercábamos estábamos retrocediendo 70 años en el tiempo para llegar hasta allí, y en ese preciso momento recordé el hecho de que asombrosamente no había tráfico por esa calle. Sólo faltaba que pasara un Ford B negro para completar la escena.
Todo lucía extraño, y no hacía falta usar la vista para sentir que estábamos siendo cuidadosamente observados. La gente de la esquina, desde el suelo y con una actitud mezcla de incredulidad y fastidio, nos observaba en silencio. Pero había algo más, y no hablo de lo que era obvio. Algo o alguien nos estaba observando...
Al llegar a corta distancia del lugar, instintivamente observé las figuras en relieve a ambos lados del portal, representando una especie de ramillete de hojas y una flor. Ya las había visto en fotografías, pero en directo no eran iguales y repentinamente cobraban otros significados. Múltiples escenas en relieve de pájaros, casi siempre en pares, como palomas o cuervos alimentándose, o tan sólo acompañando el lugar. Animales parecidos a ardillas en la parte superior... Casi sin querer mi vista se trasladó lentamente hacia la figura en lo más alto, y entonces comprendí el origen de mi sensación de estar siendo observados. Ese rostro que parece sonreír entre bigotes curvos en las fotografías, de pronto estaba serio.
Un frío me corrió por la espalda. ¿Estaría sugestionado? ¿Sería posible que mi recuerdo sobre las fotografías vistas con anterioridad le atribuyera una sonrisa que no existía?
Lo escudriñé fijamente tratando de encontrar qué era lo que estaba mal, y el frío por la espalda se transformó en un temblor involuntario. Fue entonces que el rostro de alguna forma me hizo saber que nuestra presencia era incómoda y perturbábamos el lugar. En medio de mi casi pánico, sólo atiné a intentar transmitirle mis sanas intenciones y que sólo quería conocer el sitio donde un mito había grabado poderosas canciones. Pero claramente no era de su interés, o más bien ya lo sabía. Pero también el rostro sabía que yo no estaba diciendo toda la verdad, y que más me atraía investigar si el mito de la encrucijada y el oscuro pacto del alma a cambio de la virtud en la guitarra podían ser verosímiles. Y no estaba dispuesto a revelármelo. En todo caso, entendí que el que tenía que estar dispuesto era yo… Y claramente yo no lo estaba...
Juan Manuel, como percibiendo que algo serio ocurría, se apresuró a prepararse para tomarme las fotografías de rigor, las cuales tuvieron que esperar algunos segundos que parecieron interminables. El muchacho que caminaba por esa vereda había decidido pasar muy lentamente por donde yo me encontraba parado, tan lentamente que creí que iba a detenerse y decirme algo. Cuando estaba a escasos centímetros, clavó su mirada en mis ojos, pero su rostro no esbozó ninguna emoción. No parecía humano, no parecía sentir, sólo me miró y luego continuó su lento paso hacia la esquina opuesta para seguir con su recorrida cíclica. Creí adivinar entonces que sólo cumplía su función: estaba vigilándonos.
Luego de varias tomas rápidas, Juan Manuel y yo nos fuimos sin mirar atrás a un paso más apresurado que con el que habíamos llegado. A medida que nos acercábamos a la esquina hasta donde nos esperaban en el automóvil, los edificios comenzaban a tomar color y el ruido de Dallas se hacía notar nuevamente. El olor a orín de a poco desapareció y alcanzamos a subirnos al auto justo en el punto donde el tiempo se conectaba con el presente. En unas pocas decenas de metros habíamos recuperado 70 años.
Nos marchamos sin hacer mayores comentarios pero con una sensación extraña. Luego de unos minutos, y ya de relajado paseo por Dallas, corroboré en el display de mi cámara que el rostro en relieve sonreía.

Más tarde en Dealey Plaza mientras estaba parado sobre la "X" pintada en la calle -sitio exacto donde Kennedy recibió el primer disparo- recordé súbitamente a Robert Johnson y los conecté en mi mente. Y fue entonces cuando claramente comprendí que hay pactos de los cuales es mejor no saber.

Eterno presagio


Si conociéramos todo lo que va a suceder no habría futuro. Las decisiones, los planes, la aventura y el concepto mismo de riesgo carecería de todo sentido. Simplemente esperaríamos a que suceda y viviríamos en un universo inmóvil sumido en un eterno presente.

Pero en nuestro universo, lo desconocido -y el acto asociado de develarlo- se encuentra inexorablemente en el futuro, y nos provoca ansiedad, temor, ilusión, angustia, esperanza.

Algunos creen que el futuro no existe, otros que no existe nada nuevo bajo el sol, y otros creemos que ambos están equivocados.
¿Quién construiría una hermosa casa en un valle sabiendo que será arrasada por la creciente al año siguiente?
¿Quién dedicaría su vida a una nueva teoría científica que ya se sabe luego se demostrará errónea?
¿O quién se negaría a conocer al amor de su vida, aunque la magia durara sólo un día?
En cierta forma, la arquitectura divina nos protege de nosotros mismos, y el futuro se oculta inteligentemente -hasta ahora- fuera de nuestros límites físicos en tres dimensiones. Y aún así, nos esforzamos incansablemente por predecir el devenir en todas sus formas posibles. Profetas, adivinadores, pronosticadores, matemáticos, hombres de negocios y otros pobres necios han plagado de augurios nuestra historia y siguen esforzándose tras el viento en el presente. Sólo algunos pocos “iluminados” llegan a acariciar atisbos del porvenir y anuncian sus presagios de lo que inexorablemente va a sucedernos.

Inventamos entonces calmantes para lo que nos angustia, inventamos respuestas para lo que no podemos entender, y culpamos al destino o aceptamos sumisos lo que la divinidad de turno nos tiene preparado.

¿Será que no queremos aceptar que somos responsables de nuestro propio futuro? ¿Será que la ilusión de una ventaja sirve de anestesia para nuestras fuertes emociones?

Cualquiera sea el caso, nos fascina la posibilidad de saber si todo está escrito y con ello destruirnos a nosotros mismos. Quizás sea esta ilusión lo que nos condena a vivir esperanzados aunque esclavos de un futuro que se nos antoja escurridizo. Quizás nos ilusione pensar que podremos ganarle al destino final de todos los mortales.

O quizás, tan sólo seamos parte de un universo cambiante en eterno presagio.