La medicina ha involucionado. Los médicos de hoy son mucho menos capaces que hace algunas décadas. Y ni hablar del trato que nos otorgan a nosotros, sus pacientes. Nos hemos transformado en una especie de molestia que atenta contra el correcto desarrollo de su profesión.
"¡Se volvió loco!" estarán pensando algunos. No intentaré defenderme de tal -probablemente cierta- afirmación, y menos intentando sostener inútilmente una generalización tan burda. Pero quizás alguien acabe cuestionándose alguna certeza, y habré logrado al menos el inicio de una "urdimbre creencial" -como tanto les encanta decir a los filósofos- que espero sirva para no dejarnos llevar por una tendencia tan deshumanizante.
El primer médico humano del que tenemos conocimiento se llamó UR.LUGAL.EDIN.NA, y habitó en la Mesopotamia hace al menos unos 5000 años. De lo que puede leerse en las tablillas cuneiformes que se conservan, los sumerios atribuían las enfermedades a un castigo de los dioses quienes tenían el poder y la capacidad de otorgar salud. Las curas eran por lo tanto en su mayoría de origen “mágico” y a veces de difícil comprensión para los simples mortales. Sorprendentemente –o no tanto- muchas de las medicinas que se utilizaban a base de plantas naturales, son virtualmente las mismas que se utilizan hoy en día salvo que sintetizadas mediante modernos procedimientos tecnológicos.
A partir del milenio siguiente, aparecieron documentos como el Código de Hammurabi que regulaba el ejercicio de la profesión y el Papiro de Edwin que mencionaba procedimientos quirúrgicos, tipos de diagnósticos, pronósticos y tratamientos terapéuticos. Prácticamente con el aspecto de la medicina actual según la conocemos hoy en día.
Poco más de 400 años antes de Cristo un tal Hipócrates compiló unos extensos tratados y elaboró las bases de lo que hoy se conoce como el “juramento Hipocrático”, el que se supone todo estudiante de medicina debe denunciar públicamente ante los médicos y la comunidad para convertirse en un verdadero médico. Hoy se encuentra adaptado a nuestros tiempos, luego de que fuera estandarizado en 1948 por la Declaración de Ginebra y posteriormente sufriera sucesivas adaptaciones menores.
Luego de este período la medicina evolucionó muy lentamente, y mejor no mencionar la Edad Media, donde prácticamente todo se sumergió en el oscurantismo de los que en ese momento ostentaban el poder.
En el Renacimiento, junto con otros saberes científicos y artísticos, la medicina se estableció en las tres ramas básicas heredadas de la cultura griega: la anatomía, la fisiología y la patología. En los siglos siguientes el conocimiento de la medicina quedó afianzado hasta el descubrimiento del microscopio hacia inicios del 1600. Este elemento tecnológico disruptivo renovó por completo la fisiología y la patología hasta tomar forma y consolidarse en una medicina contemporánea.
Lejos quedó atrás el “médico brujo” al que muchas tribus de diversas latitudes respetaban, confiaban y temían como auténtico y único emisario del conocimiento y poder divino, quien mediante sus brebajes secretos y pases mágicos dedicaba su vida a curar enfermedades –o expulsar maleficios- en beneficio los miembros de su comunidad. La ciencia evolucionó, la tecnología llegó y hemos matado al médico brujo.
La medicina es una ciencia basada en hechos, ya que su método científico es el método experimental. La tecnología –como el caso del microscopio o los rayos x- ha sido la responsable de importantes avances, y es por este afán de progreso que hoy en día la medicina se apoya en forma casi excluyente en ella. Lamentablemente este hecho conlleva un efecto colateral indeseable. Se ha relegado o al menos ha perdido importancia relativa la psicología del paciente, el trato y contacto humano, donde la relación médico-paciente es de fundamental importancia. ¿Porqué digo esto?
La medicina de hace décadas se basaba principalmente en la habilidad del médico. El diagnóstico era una pieza fundamental, y para ello, contaba básicamente con su conocimiento, su experiencia, su intuición y su habilidad para relacionarse con el paciente y lograr su confidencia. De esta forma se producía una relación donde el paciente depositaba su confianza y se "abría" a su médico contándole hasta el más mínimo detalle de su dolencia, las veces que le había dolido la espalda, la hora exacta a la que le había aparecido el sarpullido, y porque no también, la envidia que le tenía su vecino o lo mal que la había pasado en la fiesta de cumpleaños de su ahijada. El médico, con infinita paciencia, escuchaba atentamente y le hacía las preguntas clave, al mismo tiempo que procedía a efectuar una exhaustiva exploración de todas sus funciones vitales, sus órganos, ganglios, huesos, músculos. Arribaba así a un diagnóstico casi certero, el que eventualmente completaba con algún estudio menor para reafirmar su conclusión. En algunos casos delicados, requería de un estudio "avanzado" como los rayos x, que luego no hacía más que confirmar lo que virtualmente ya intuía, y a partir de ahí indicaba un tratamiento específico y adaptado a las necesidades puntuales de su paciente. Durante las próximas semanas, un sinnúmero de allegados al paciente conocerían los detalles del tratamiento y las sabias indicaciones del médico, y hasta el vecino envidioso y la antipática ahijada hablarían maravillas del médico que tan bien había tratado y se había preocupado por su paciente.
Sí, no es una profesión para cualquiera. De hecho, es quizás una de las más loables decisiones que puede tomar un ser humano: dedicar su vida a velar por la salud de sus semejantes. Hace falta mucho coraje, amor al prójimo, dedicación, vocación de servicio y respeto por la vida. Pero por más loable que sea esta decisión, la misma no nos exime de nada. Nadie nos obliga a elegir semejante responsabilidad.
Hoy las cosas han cambiado mucho. En la primera consulta, que con suerte durará unos cinco minutos, el médico solicitará una batería de exámenes incluyendo análisis clínicos, rayos x, tomografía, resonancia magnética, y cuanto estudio esté a su alcance –o al de la cobertura médica de su paciente- los cuales le solicitará traer días más tarde a una próxima visita que deberán arreglar con su secretaria. El paciente saldrá asustado y se enfrentará en los días siguientes a una ridícula cantidad de esperas en distintos centros de diagnóstico, largas discusiones con la administración de la cobertura médica por el sello faltante en un papel inentendible, y una angustia creciente por la cantidad de opiniones "médicas" e historias macabras sobre dolencias mortales que le contarán sus eventuales compañeros de trámites a lo largo de su odisea.
Por fin volverán a su médico con una carpeta de estudios e informes crípticos que el profesional mirará rápidamente como quien hojea una revista vieja. Buscará algunas palabras clave o alguna imagen típica, que de no existir, permitirá que le recete al paciente en un pequeño formulario escrito con auténticos jeroglíficos egipcios, algún medicamento “inocuo”, reposo, actividad física, dieta, o lo que le venga en ganas en ese momento. Le prohibirá terminantemente la aspirina por temor al “síndrome de Reye”, del cual jamás vio un solo caso en toda su carrera pero en los congresos dicen que es peligroso. Luego le explicará en términos inexpugnables su supuesta dolencia y finalmente lo despedirá apurado. Es muy poco probable que alguna vez lo mire a los ojos, y virtualmente imposible que lo reconozca por su aspecto en una eventual próxima visita.
Si por desgracia, los estudios indican alguna mala noticia, será derivado a algún especialista que le practicará alguna cirugía o procedimiento con algún equipo de altísima tecnología, donde el error humano será drásticamente minimizado por la asistencia computarizada y afortunadamente quedará en manos del último grito de la ciencia y de las estadísticas.
Es cierto, hay que reconocer que hoy podemos salvarnos de dolencias que antes significaban una muerte segura. O que algún medicamento de última generación nos brinde la cura de algo impensable hace algunos años atrás. ¿Y todo esto gracias a quién?
Pues a los genetistas, ingenieros, físicos, químicos y otros científicos de nuestro tiempo. ¿Y los médicos? Bien gracias. Muy ocupados hojeando despectivamente informes como revistas viejas, recitando en forma monocorde vocablos inentendibles, muy apurados y sin poder recordar el nombre, y mucho menos el aspecto del paciente que atendieron hace quince minutos.
No tengo ni la menor idea quién era la médica que hace unos años -mientras sujetaba un informe con su mano temblorosa- me diagnosticó meningitis y acto seguido desapareció despavorida. No quiero recordar al imbécil que tuvo esperando durante días a mi hermano desesperado de dolor para finalmente decirle a través de su secretaria que no tenía el talonario a mano para recetarle el calmante apropiado. Ni a la incompetente que quería someter a una cirugía de estómago a mi hijo de quince días de vida basada simplemente en el caprichoso comentario de una colega.
“Prometo solemnemente consagrar mi vida al servicio de la humanidad….
…ejercer mi profesión a conciencia y dignamente…
…velar ante todo por la salud de mi paciente…
…con el máximo respeto por la vida humana…”
Sin embargo, toda mi familia recordará agradecida al meticuloso y responsable médico aquel que pacientemente dedicó todo su tiempo durante semanas hasta encontrar la cura para la alergia de mi padre, o al pediatra que se golpeaba desesperado la cabeza porque no podía explicar porqué yo tenía sarampión por tercera vez. Nos conocían por nuestro nombre, nos visitaban un feriado para tomarnos la temperatura, nos escuchaban una y otra vez cómo y cuánto nos dolía la espalda y confiábamos en ellos como nuestros ancestros lo hacían en el médico brujo. No tenían mucha tecnología, no hojeaban informes despectivamente, no estaban apurados, no hablaban en difícil.
Simplemente nos trataban como lo que se supone que somos, seres humanos.